sábado, 29 de octubre de 2022

LA SONRISA DE LA MUERTE

 



Hola lectores/as:

Ya podemos decir que estamos en tiempo de Halloween o Samaín. Y no os voy a hablar de ello porque ya lo hice en otra entrada. 

Ana María Lomba - Escritora: HALLOWEEN/SAMHAIN (SAMAÍN) (anamlomba.blogspot.com)

Por ello, he decidido compartir un relato que forma parte de mi libro de relatos "La sonrisa de la muerte", aunque no está en venta.

Espero que, además de honrar a nuestros seres queridos ya fallecidos, disfrutéis mucho de estos días y de la noche más terrorífica de todo el año.


LA SONRISA DE LA MUERTE

 

 

Claudia dejó de mecanografiar para atender el teléfono. La llamaba su hermano para comunicarle que el fatídico momento había llegado: mamá se estaba muriendo. 

Claudia se levantó del escritorio y bajó al parking. Por el camino, sus compañeros tenían miradas de dolor, preocupación o incertidumbre. En momentos así, nadie sabe cómo se debe actuar.

En el ascensor se dio cuenta de que había empezado a temblar. Estaba nerviosa. Nadie está preparado para enfrentarse a la pérdida de alguien, aunque sea una muerte anunciada. Y es que su madre, además de tener más de ochenta años, llevaba tres de ellos luchando contra un cáncer. La muerte sería un alivio para todos. Dejarían de sufrir, aunque los hermanos sabían que tendrían que añadir un nuevo dolor a sus corazones, y era el de la pérdida de un ser querido.

Intentó tranquilizarse. Habían sido tres años muy duros. El divorcio, la disputa por la custodia de los niños, la muerte de papá, la enfermedad de mamá, cambio de jefe, la hipertensión… Necesitaba tener un respiro en su vida.

Cuando salió del ascensor tropezó con una mujer que le pareció conocida. Incluso casi podía jurar que le sonreía como si la conociera. Por un breve momento le pareció que se trataba de su antigua jefa. Pero eso no podía ser. Ella había fallecido hacía más de dos años.

Las puertas del ascensor seguían abiertas, por lo que se volvió para comprobar quién había entrado en él. Sorprendida, comprobó que no había nadie, ni dentro, ni cerca del ascensor.




Si hubiera alguien cerca, lo vería. En ese tramo del parking, no había lugar donde esconderse. Además, quien quisiera alejarse del ascensor tenía que coger el camino recto antes de poder seguir hacia otra dirección, lo que le obligaba a pasar cerca de ella.

Claudia sacudió la cabeza, era absurdo que se preocupase por una tontería cuando tenía otra preocupación mayor. Torció hacia su izquierda y camino unos metros hasta llegar a su coche, un Alfa Romeo MITOBI, que había comprado hacía poco.

Entró en el vehículo. Encendió el motor y miró por el espejo retrovisor. Dio un grito de horror. En el espejo vio el reflejo de una calavera. Cerró los ojos e intentó calmarse. Se acordó de que, en la bandeja trasera, tenía una muñeca mexicana con la cara de la muerte. Era el recuerdo que le había traído su amiga de México. Sintió deseos de coger la muñeca y tirarla en el primer contenedor de basura que encontrara, pero tenía una cosa más importante que hacer. Volvió a mirar por el espejo retrovisor y no vio nada.




Salió del parking y se dirigió a la salida del polígono industrial. Puso la calefacción. Hacía frío y estaba lloviendo a cántaros. Parecía que el cielo también quería manifestar tristeza y rabia.

Detuvo el coche en  un cruce y miró por el espejo retrovisor al oír llegar otro coche que se situó detrás de ella. Era un acto reflejo pero, en ese momento, se dio cuenta de que no veía la muñeca mexicana. Miró hacia atrás. La muñeca estaba situada del lado del conductor, arrinconada en una esquina. Era imposible verla desde el espejo retrovisor ocupando el centro y, menos ver solamente su cara. Y Claudia sólo había visto una calavera sin pelo, sin lazos, sin ropas mexicanas.

La sirena de una ambulancia, que parecía dirigirse a la empresa donde trabajaba, la sacó de su ensimismamiento y decidió no pensar más en lo que había visto. Los nervios siempre podían jugar malas pasadas. Miró una vez más por el espejo retrovisor y le sorprendió comprobar que el coche de antes ya no estaba detrás. No lo había visto adelantar y era imposible que diera la vuelta en ese tramo. Movió un hombro con indiferencia y siguió conduciendo.

Salió del polígono industrial y siguió por una carretera convencional. Tenía poco tráfico y no tenía necesidad de adentrarse en la ciudad para ir al hospital.

Encendió la radio. Necesitaba distraerse. Los recuerdos de su madre se agolpaban en su mente y no le permitían concentrarse en la conducción. Además, no quería llorar.

Siempre tenía el dial en la radio clásica. Le ayudaba a relajarse antes de llegar al trabajo, y más cuando salía. Intentó escuchar la música pero el ruido de la lluvia no le permitía oír bien, así que subió el volumen.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó, perpleja.

La música que sonaba era “La marcha fúnebre”, de Chopin. Claudia rió, atónita, y apagó la radio.




Llegó a un punto de la carretera donde hacía unos años se había producido un choque frontal entre un coche y una furgoneta. En el accidente fallecieran una niña y su abuela. Los familiares, en el lugar de los hechos, colocaron una cruz de piedra y, de vez en cuando, se podía ver un ramo de flores.

Claudia redujo la velocidad, por precaución. A pesar del día tan malo que hacía, comprobó que, junto a la cruz, estaba una anciana y, a su lado, parecía que jugaba una niña de unos cinco o seis años.

Se preguntó si debía detenerse y preguntar a aquella señora si necesitaba ayuda. No era normal estar bajo la lluvia y menos con una niña tan pequeña. Sin embargo, no se sintió cómoda con la situación y decidió continuar.

La niña detuvo el juego y la miró, sonrió y la saludó. Claudia respondió a la sonrisa de la niña pero se horrorizó al ver el rostro de la anciana, una calavera.

Aceleró para alejarse de allí cuanto antes. Aspiró hondo. Cada vez estaba más convencida de que los nervios la estaba traicionando haciendo que viera visiones.

Intentó recordar cuántas pastillas para la hipertensión había tomado por la mañana. Estaba segura de que tomara la dosis adecuada, como hacía todos los días pero ahora no podía pensar con claridad.

—Céntrate en llegar al hospital —se dijo en voz alta.

El resto del viaje lo hizo sin contratiempos, cosa que agradeció. Necesitaba olvidarse de los absurdos incidentes ocurridos anteriormente.

 

 

Aparcó el coche en el parking del hospital y entró en el edificio. Varias personas que se agolpaban en la sala de espera, vestidas con camisón y bata de hospital, la miraron y le sonrieron. Claudia pensó que era extraño que la gente fuese tan atenta. Esbozó una ligera sonrisa y subió a la planta donde estaba ingresada su madre.

 

Llegó al pasillo y vio a su hermano abrazado a su nueva novia. Lloraba desconsoladamente. Se asustó. Esperaba no haber llegado demasiado tarde. Nunca se perdonaría no despedirse de su madre. Quiso ir junto a él para preguntar por ella pero, al acercarse a la habitación donde estaba la anciana, la vio sentada en un sillón.

Le pareció desconcertante que tuviera las fuerzas suficientes para permanecer sentada. Y no entendía por qué su hermano, en vez de estar con la madre, acompañándola y disfrutando de esa leve mejoría, estuviera llorando abrazado a su querida.

Claudia, un poco enojada, entró en la habitación. Sonrió a su madre y se arrodilló ante ella.

—¡Oh, mamá! ¡Cuánto me alegro de verte tan bien!

—Mi querida niña, estaba esperando por ti.

—Ya estoy aquí, mamá —se miraron.

La anciana cogió el rostro de su hija entre las manos y le acarició una mejilla. Sonrió.

—Es hora de irnos, pequeña.

—¿Irnos? ¿A dónde? —Claudia pensó que su madre deliraba—. ¿Quieres meterte en la cama?

—¡Mi niña! ¿Acaso no te has dado cuenta todavía? —preguntó la anciana, preocupada. Claudia la miró si comprender—. Mira… ha venido tu padre —señaló hacia la puerta—. Debemos irnos.

—Mamá ¿qué dices? —preguntó con tristeza pero miró a la puerta y, ante su asombro, vio a su padre, sonriente—. ¡No puede ser! —Exclamó— ¿Qué está pasando?

—Esta mañana has muerto, Claudia. Intenta recordar, mi niña.

Claudia cerró los ojos y, todo cuanto había sucedido por la mañana, empezaba a cobrar sentido.

 

Cuando recibió la noticia de que su madre se estaba muriendo, sufrió un derrame cerebral. Ahora entendía las miradas de sus compañeros, preocupados, tristes.

Recordó a la mujer del ascensor. Realmente era su antigua jefa, fallecida.

El conductor que se había situado detrás de ella, en realidad no lo estaba, y continuó su viaje sin haberla visto.

La ambulancia se dirigía a su lugar de trabajo para atenderla a ella.

La señora mayor y la niña, en verdad eran las muertas del accidente de tráfico. Y en el hospital, toda esa gente que la saludaba con familiaridad, estaba muertos. Y la máscara de la muerte… Era la muerte que había venido a llevársela.

—¡No! —gritó—. ¡No estoy muerta! —insistió. Pero su madre ya la había cogido de la mano y la llevaba con ella. Por el camino se reunieron con otros muertos. Y al final del pasillo del Más Allá, aguardaba la Muerte, con su eterna sonrisa.