martes, 10 de enero de 2023

EN EL INFIERNO HACE FRÍO



Hola queridos/as lectores/as:

Ya terminaron las Navidades y empezó un nuevo año que esperemos sea mejor que los dos anteriores. 

En lo que a mí respecta, de momento, sigo centrada en la escritura (aunque me gustaría dedicarle más tiempo del que tengo); pero tengo olvidada un poco la lectura, por falta de tiempo una vez más, aunque espero retomarla en breve. 

Dicen que "año nuevo, vida nueva". Pero yo sigo insistiendo en que todo el mundo debe leer, por lo que comparto un breve relato que escribí hace unos años. 

¡Leed, malditos/as, leed! 

Espero que lo disfrutéis.


EN EL INFIERNO HACE FRÍO




El viejo Miguel Campos en Rusia era conocido como Mijail  Polenov. Era viudo desde hacía ocho años. Tenía dos hijos varones y un nieto de nueve años. Decía que era rojo y ateo.

Mijail no creía en Dios, ni el cielo, ni en la bondad de la gente, ni en la esperanza. Pero sí creía en el infierno.

Él había estado en el infierno. Y una parte de sí mismo seguía viviendo en esos recuerdos tristes y miserables.

Miguel sabía que el infierno no era un lugar a donde se iba después de muerto. El infierno estaba en la Tierra. Era muy real.

En realidad había muchos infiernos. Cada persona podía vivir el suyo propio. En el infierno de Miguel hacía frío, tanto que calaba hasta los huesos y dejaba uno de sentir las extremidades. La humedad atormentaba los pulmones. Y el hambre adormecía la conciencia, aunque el cuerpo se negaba a dejar de quejarse.

 

Un día, su nieto le preguntó cómo había sido su infancia y Miguel guardó silencio. No era un tema del que le gustase hablar.

Los recuerdos vinieron a él como una película que al principio muestra una historia confusa pero, poco a poco, nos introduce en ella y nos atrapa hasta el final despertando en nosotros diferentes sentimientos.

Recordó a su padre, un soñador que tenía la esperanza de que algún día en su país se pudiera vivir con libertad, donde la igualdad y la justicia fueran valores respetados y no bonitas palabras escritas en papel pisoteado.

Pero la realidad rompió los sueños. Se vieron obligados a huir de su pueblo natal, vagaron por lugares desconocidos, escondiéndose de día y viviendo de noche. Mas nunca se llegaba a un sitio seguro, nunca encontraban calor suficiente. Y Miguel empezó a conocer lo que era el miedo y la inseguridad. Y el frío.


Desesperado, el padre decidió salvar a sus hijos enviándolos a la gran Rusia, confiando en que allí estarían protegidos de la maldad del hombre y que algún día volverían a reencontrarse.

Recordó el día que se separó de sus padres. El día que lloró y pataleó sin cesar sabiendo que eran esfuerzos inútiles. El día que conoció nuevos sentimientos: rabia, impotencia, desamparo.

Con el tiempo se dio cuenta de que jamás volvería a ver a sus padres, no regresaría a su país y Rusia no era el país idílico con el que su padre había soñado tantas veces. Y conoció la tristeza, la soledad. Otra vez el frío.

Un día comprendió que se había adaptado al mundo que le rodeaba, entonces supo lo que era la resignación.

Con el paso de los años confundió la resignación con la felicidad, o quizás fue feliz y se creía un hombre resignado. La incertidumbre se apoderó de él.

Miró a su nieto. Sabía que podía responder a su pregunta con sólo tres palabras: “triste y fría”.

Pero no lo hizo porque vio en su nieto el sentimiento que jamás necesitó conocer pues siempre coexistió con él y le dio fuerzas para seguir adelante: la esperanza.